domingo, 29 de novembro de 2009

EL BARRO DEL ÉDEN: LA POESÍA DE ALFREDO FRESSIA

Primer hombre nacido naturalmente sobre la Tierra, pesa sobre Caín la cifra de un enigma y de un destino, ora individual ora colectivo. Aunque su nombre signifique lanza y denote su origen agricultor, puede ser entendido también perifrásicamente como obtener, o ganar para sí. Algunos eruditos sugieren sin embargo que uno de los sentidos simbólicos de ese personaje sería el de redentor. Habría venido al mundo después del pecado para matar la serpiente y restituir la integridad de la vida. De ahí su urgencia en obtener reconocimiento (y aquí es oportuna la ambigüedad semántica) por parte de Dios. De acuerdo con esa lectura heterodoxa, habría un sentido subliminar en la figura de Caín. Sería la semilla que habría venido al mundo para aniquilar el mal. Habría sido el primer ungido. Por otro lado, sabemos que Caín no manifiesta arrepentimiento, aunque sí padezca de remordimiento. El hecho estaría inscrito en la famosa “marca de Caín”, hecha por Dios, pero cuya ejecución y naturaleza no están especificadas en el relato bíblico.
Paradójicamente esa marca será un registro de protección y de estigma. Denota al mismo tiempo la elección divina y la llaga de una acción ocurrida en el pasado. Es lo que distingue a Caín como descendiente adámico, marcando un límite de protección para que no sea asesinado, lo que señala su propio crimen. Esa doble naturaleza, protegida y espuria, preservada e infame, querría hacer de Caín uno de los protagonistas de la neutralización del mal en el mundo. Era preciso suspender la cadena de muertes, interrumpir las caídas que se habían inaugurado con la Caída, de las que Caín representa una de las más profundas, después de la pérdida del Paraíso, ya que en sí mismo exhibe su mácula. Conocemos la continuación de la intriga en el mythos.
Creo que se justifica esta introducción, un tanto idiosincrásica, a la poesía de Alfredo Fressia pues se relaciona a la experiencia de lectura de esa obra. Poesía rigurosamente edénica, no lo es sin embargo en el sentido de proponer la restauración de una unidad perdida entre lenguaje y mundo, de una Ursprache poética, como lo hicieron y lo hacen tantos poetas. Tampoco es poesía “profana”, en el sentido de borrar las marcas del origen que traen consigo tanto el lenguaje como la vida en el movimiento centrífugo de la Creación. La escena que se sustenta como telón de fondo de todos los poemas de Fressia es una escena de intervalo.

POETA EXILIADO

Se basa en la conciencia de que la poesía, en su sentido inicial y aun iniciático, nace de un origen puro, pero perdido para siempre, y toma para sí la responsabilidad de edificar el mundo, pero después de establecer su compromiso con el mal. El poeta es esa “rosa condenada” (“Pero la rosa”) al eterno exilio, siempre en el límite o en el umbral. Esa condición de intervalo, de radical indecidibilidad, para usar el concepto de Blanchot, hace de la vía poética una imposibilidad sustentada. Más que de un dislocado social, esa situación extranjera es ontológica. Nos dice que la poesía, por ser lenguaje, está fuera del Paraíso pero, por ser poesía, tampoco comparte la completa ausencia de sentido.
Tanto en los conjuntos de poemas de El futuro y Veloz eternidad, como en la magistral serie Eclipse, la escena de Caín no es accesoria ni meramente referencial. Al contrario, se puede decir que ella es la estructura mítica sobre la que se levanta la poesía de Fressia, es su materia prima y su brújula. Electa y maldita, así es la desobediencia del poeta y así es el descenso sugerido por la instauración poética. En términos arquetípicos, tales modulaciones de la Caída son explícitas incluso en el pasaje de un poema a otro en Cuarenta poemas o en Canto desalojado, la antología brasileña de la poesía de Fressia organizada por Fabio Aristimunho Vargas.
De entrada, se ve ese movimiento en los dos primeros poemas de ambos libros. Presentándose como un “malentendido como el alma” y como un “traidor”, desde el poema de apertura, justamente llamado “La última cena”, el recorrido poético es siempre el de la reminiscencia, con la nostalgia del abandono (la “derelicción”, como dice Heidegger), y la certidumbre de la imposible redención. Inútil “como la poesía” es la propia existencia del poeta, el más exiliado de los exiliados, y sin embargo portador de la marca divina. De la cena se pasa al diálogo con el padre, en “El miedo, padre”, en el que el hijo se espanta al reconocerse “preso en el cuerpo”, y define a los hombres como “hijos obedientes de la especie”, la misma expresión que reaparecerá en el hermoso y fuerte cierre del poema “Obediencia”.
Ese fondo mítico, que trae consigo la marca de un mal inexorable, cobra espesura en la escena edénica y no se queda al mero nivel de las formas y los arquetipos. Toma cuerpo en la propia vida, enraizada en lo cotidiano. Sea al decir, babélicamente, que “todos los idiomas son incomprensibles” en la vasta tristeza nocturna, sea mostrando a los amantes como “títeres del tiempo”, en cuartos iluminados de neón (“Nocturno en la avenida São João”). Este paisaje desolado de pérdida y carencia puede darse en la ausencia de rostro, “siete días postergado”, en el “secreto de los huesos”, en el ajedrez de las vértebras jugado por la muerte (“Domingo por la tarde”), en la sinfonía de la carne, en la ruina de los cuerpos durante el amor y en el regreso de cada uno de esos “hasta su ausencia”. Esos cuerpos no son inodoros o distantes, no son paisaje, tampoco estables permutas de un amor ameno. Más bien se dilaceran y se disipan, dejan marcas, olores, huellas, pasos, semen, olores, cortes, sudor, sangre. Se aman como peces, se aman y se odian, se atraviesan y se despellejan frente a la mirada sonriente de la muerte. Después, si por acaso su propio cuerpo toma conciencia de sí, se pliega y se contrae en la posición fetal, en su retorno primero al vientre de la Creación, como se lee en el impecable “Liturgia”.

EL ENIGMA DEL SEXO

Ese barro original desde donde Fressia modela sus cuerpos, además de manchado e impuro, trae también algo singular. So observamos, por ejemplo, la temática homoerótica de su poesía, podemos desentrañar de ella algunas variantes no sólo del homoerotismo sino también de la androginia. El enigma de la sexualidad, uno de los enigmas de la vida, está planteado de manera emblemática, entre otros, en el poema “Final”. Al decir que “cierra todo ciclo” y que en sí “se acaba” y, enseguida, “Tiresias contempla al travestí en silencio”, Fressia pasa de una dimensión literaria, del cierre de los poemas, a una dimensión sexual y existencial del volverse sobre sí mismo, o sea, del amor al propio sexo y del amor a sí, como fondo autotélico del deseo que no quiere perderse en el otro.
El adivino Tiresias, tal como se dice de Empédocles, había probado en otras vidas la forma de mujer. Esa parte femenina que viene inscrita en la interioridad del personaje, aliado a la ceguera que lo veda al mundo de las formas exteriores, es lo que promueve el visionarismo. El mismo visionarismo que tendrá Edipo en Colono, después de cegado y de haber sellado su pacto con su madre, que es Yocasta y el eterno femenino. Tiene inicio entonces el segundo movimiento de la sinfonía trágica, el conocimiento que se ejerce después de la peripecia del reconocimiento.
La función edipiana es subvertida aquí de manera casi burlesca. El ciego Tiresias contempla al travesti silencioso. Esto es, las propias estructuras interiores y exteriores se mezclaron, visto ya no haber más aquí ambivalencia productiva. En otras palabras, no hay asimilación de los opuestos, anima y animus, sino un profeta ciego que “contempla” a un travesti, cuyo femenino interior ya fue totalmente exteriorizado, puesto en potencia. En ese sentido, no hay tragedia, pues la tensión de los opuestos se resolvió por disolución. El mismo modo bifronte de unión de los cuerpos se da en el poema “Bello amor”, en ese espejeo de sexos idénticos. De esas descripciones llegamos por fin a las de poemas como “Obediencia”, verdadera ciudad de la carne, donde el cuerpo y el sexo son pensados en términos puramente negativos, en una noche que desmorona junto a las cosas.

CUERPOS DEL BARRO

Bello porque estéril, ese amor que se describe es propiamente una tentativa de no procrear la vida fuera de los límites del Edén, de estarse allí hasta que la salvación venga a cumplir su destino. O no venga nunca. Si la tradición cristiana más ortodoxa vio en la sodomía un acto contra naturam es porque no genera hijos que puedan trabajar el lino de la vida hasta la redención de la especie. O, dicho de otro modo, hasta la completa purificación de la marca de Caín que todos heredamos. La buena poesía es siempre violenta, y en el caso de Fressia lo es en la medida que propone un retorno a la escena del crimen, no para corregirlo, sino para revivirlo y mostrarnos un espejo en el que todos nos reconozcamos.
Esos cuerpos no están presentes sólo en uno de sus libros. ¿Qué decir de ellos sino que son cuerpos edénicos, moldados en el barro original y en el pecado irresoluto que nos funda? No hay aquí intervención del puro espíritu o del cuerpo sutil de los místicos. No hay sublimidad, altitud espiritual, pues si no hay salvación tampoco hay tragedia. Su encarnación simbólica en poesía se da como experiencia-límite de la propia materialidad, de la falta de trascendencia que irriga todos los poros de este mundo que aún no fue salvo. Y probablemente nunca lo será. Y en estos adverbios temporales parece residir todo el misterio. O mejor, reside uno de los enigmas que nunca fueron resueltos: el futuro. En el “futuro del pasado” de su poesía, el mundo todavía espera ser salvo. El “futuro era el de antes” era el del “tiempo de mis quince años”. Con ese pesimismo cuyo tono es uno de los más interesantes, con matices judaizantes, se puede decir que la poesía de Fressia es tan exiliada de los lugares en los que radica que ve la propia utopía bajo la luz del luto.
De hecho en su libro justamente intitulado El futuro, en especial en el gracioso “Teorema”, más que una proyección utópica frustrada, una distopía o una falta de encuadramiento social, lo que se lee es una atopía. No aquella fastidiosa, insulsa e insomne de los aeropuertos (“Aeropuertos”), que están más para los no-lugares de que nos habla el sociólogo Marc Augé, y que son tratados cómicamente. Se trata, por otro lado, de una condición estructuralmente incondicional, del poeta y de la poesía. Bajo esa óptica, que es la de un exilio ontológico, ya no más uruguayo o brasileño, los lugares y los proyectos siempre están por realizarse. No existen, y por lo tanto, nunca existirán. Serán siempre diversos de sí mismos, permaneciendo el centro luminoso de irradiación de su verdad eternamente inaccesible para nosotros. Por eso, no podemos decir que algo será salvo por algo o alguien que aún no existe. Si la perspectiva edénica marca su vínculo con el tiempo de antes de la salvación, esa salvación que se muestra siempre por venir es eterna. Así siendo, es también infinita. No se consuma nunca. No se puede por tanto ejecutar y así carece de esencia. Esa es su parcialidad. Así, se puede decir que la vida humana está y siempre estará bajo el signo de esa parcialidad. Por eso, el centro de toda la poesía de Fressia llega en fin a un término: el eclipse.

EL ECLIPSE

El eclipse como fenómeno natural es simple. Consiste en la superposición de uno de los astros, que oculta la parte luminosa de otro astro, sea el Sol o la Luna. Pero si me sorprendo “herido por los astros”, ellos impregnan mi carne, se mezclan a mi sangre. En una palabra, son mi cuerpo astral, la circulación de mi sangre y de mi linfa, la materia estelar de la que soy hecho:

No nos fijemos en detalles, eso
era el futuro, ya lo sabías refugiado en el vientre del bisonte:
eras hombre y mujer, y el cielo fue un desierto
donde ardió media hora la fogata fría de tus huesos,
y estaba escrito que no hubiera bordes ni destino
ni esperanza de morir cercado de tus hijos, el semicírculo acosado
desde antes de nacer.

La marca del origen es anterior a la escena mundana, es anterior a la misma proveniencia de la especie. Viene inscrita en el ocultamiento de los propios astros, que siempre producen su marca profética y son más fuertes que nuestra voluntad o que la triste sociología de las rebeliones sociales y de nuestras ocupaciones. Se trata de una marca más profunda: el Extranjero de los gnósticos, que nunca pertenece a este mundo. Está marcado desde el origen edénico, en los mitos primordiales que fornecen la miseria y la libertad necesaria al ejercicio de nuestra finitud. Más aun, de nuestra fatalidad. El poeta, y aquí no hablo en términos literarios, sino del Alfredo Fressia de carne y hueso, ya había sido “acosado desde antes de nacer”. El futuro “era el de antes”, era lo que aún no existió y no existirá nunca, pues no tiene esencia.
Hombre y mujer, conjunción de sol y luna, de masculino y femenino, de griegos y persas, quemado en medio de un gélido desierto, sin esperanza de dejar descendencia que no sea la poesía y el signo de Caín que trae consigo y no se limpia, sea en el eclipse de Tebas, en el de la batalla de Salamina o en el de Montevideo. El retorno a la escena primordial cobra aun más espesura pues ahora vuelve al fundamento metafísico y cósmico de los astros, en su conjunción maléfica. Como dice Fernando Pessoa en uno de los sonetos ingleses, su yo es anterior al mundo y anterior aun a Dios. Por eso vive la desolación de saberse siempre ajeno a todo lo que lo rodea. La intención del poeta es rehacer esa peregrinación inversa, esa reminiscencia a los orígenes oscuros de donde proviene su verdad.
Tal recuperación no es vivida como miseria, como desespero o como autoglorificación; no estamos frente a un dandi que se apostasía anacrónicamente en la trasgresión, ni frente a una mistificación inocua del lado oscuro de la vida. El resultado último del recorrido llevado a cabo por Fressia es una especie de desilusión esencial. El remordimiento prosigue, porque no hay redención; pero, por mayor que sea el peso del nefasto eclipse que nos condena, no hay siquiera tragedia, porque el destino quiso que nos desviáramos y nos descarriáramos para llegar a conocer la vida y edificar el mundo, con sus bajezas y maravillas.
El rito final de esa mise-en-scène prosigue en los hermosísimos poemas inéditos: “Nugatoria”, “Envidia”, “Poeta en el Edén”, “Calle Rondeau”. Estos, sumados a poemas como “Liturgia” y “Obediencia”, así como casi todos los poemas de la serie Eclipse, están entre los mejores poemas escritos en las últimas décadas, en Brasil y quizá en castellano. En el magistral “Penitencia” leemos:

(…) Quiero volver al vientre
y velo inmóvil sobre la tela de arañas venenosas. Las cuento
una por una, hasta que sucumban hambrientas como pensamientos.
Rezo. La gotera no cede en la cocina. Acostado
soy blanco y gigante como el arrepentimiento. Vivo para pedir.
Perdón por la memoria porosa de la arena, perdón
si hundo mi oído en la almohada de plumas
y me oigo flotar tras la muralla, Amén.

En los poemas a partir de Eclipse, el tema bíblico, prácticamente apenas sugerido en los primeros poemas y profundizado en los demás, toma cuerpo y viene a luz con todas la letras en “Nugatoria”, con la “cabeza rota de la nuez o la inocencia”, porque “es pulpa amarga el corazón del fruto” y llegamos “tarde/ a la cosecha de los hijos de Eva”. Y más adelante, en “Poeta en el Edén”, leemos la bella apertura:

No, Señor,
nunca huiré del Paraíso, tengo en mí
la leche eterna de los padres y los hijos,
y escribo poemas para la nostalgia.

En seguida el poeta nos habla del “niño inmenso” que dócilmente escribe “en el barro del Edén”, pasando luego a un coloquio entre él mismo y el envidioso, “tendidos sobre el césped” y “fingiendo cierta gloria”. La visión de Caín es ora del otro, ora del propio poeta, pero nunca sale de escena. Caín aparece, sea como el propio poeta, sea en forma dialógica, en ese poema justamente llamado “Envidia”. Esa gloria es un artificio, una vana tentativa de una soberanía que no existe. Porque después del Paraíso confiscado sólo nos resta el modelo histriónico y postizo, dibujado en “serpientes de neón”: Next Paradise.

LA ESTATUA DE SAL

Nos queda simplemente el futuro, que no se sabe utópico y ejecutable, mera boutade para aliviar un remordimiento sin cura. En seguida, el deseo de volver a los “nísperos de la infancia” (“Calle Rondeau”). Pero el retorno no consiente un acceso a la veracidad de las cosas, pues el tiempo pasado también es un mundo. Este, a su vez, es un “trompo de mentiras”, girando en la “vista nocturna del tiempo de mi infancia” (“Tarjeta postal”). El poeta en su estado natural está en el Edén y al mismo tiempo camina por las calles y es corrupto. El lenguaje es su Paraíso, pero su naturaleza está modelada en el barro impuro de la Creación.
Para finalizar toda antología (inclusive la brasileña) de la poesía de Fressia, nada mejor que “Calle Rondeau”. El leve caminar por la calle, llevando “los hijos no nacidos bajo el saco” nos hace sentir todas las virtualidades, lo que no hubo, pero persiste, entrelazado eternamente a su vida. El mito, en ese sentido, también consiste en una mezcla de lo virtual y lo actual, de presencia pura y de origen perdido para siempre en un pasado irrecuperable. La conciencia del poeta es la de que no hay reconciliación posible. Pero sí hay la tentativa de al menos dignificar su condición en este mundo manchado:

(…) O desde las bóvedas de la ciudadela,
adonde ahora me refugio, acuno
a mis hijos no nacidos
y me abrazo a las rodillas
de todas las estatuas en la estación central
para que no me expulsen, ni impregnen mi tierra con sal estéril
ni maldigan otra vez mi estirpe
por las siete generaciones
que vigilan mi poema
y vuelva a cumplir mi ceremonia.

El tono elegíaco y pasional es proporcional al tema, corolario de una poética. Y aquí se introduce un nuevo leitmotiv: el del tema igualmente bíblico de la mujer de Lot. Si no, ¿de dónde surgieron esas referencias a la sal como elemento estéril y punitivo? Al ser convocada a dejar Sodoma sin mirar atrás, la mujer de Lot no puede contenerse y quedó transformada en estatua de sal. El mismo mitema de Orfeo es recuperado aquí para el poeta, pero en otra clave. Impelido a salir del Paraíso, como lo fuera la mujer a abandonar Sodoma, el poeta (siempre Caín) se rehúsa deliberadamente a hacerlo. Al contrario, enfrenta al destino, quiere su ciudad, su estirpe, su vida de vuelta. Quiere librarse de la culpa eterna en que, tal como Caín, se viera marcado “por siete generaciones”. Los dioses que vigilan su poema volverán a cumplir la ceremonia. Esta es la ceremonia del exilio. Y esa, la esencia de la ubicación última del poeta y de la poesía en el mundo.
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