La concepción lacaniana del lenguaje se basa en que “cada sujeto es determinado por el lenguaje”, es decir, “el lenguaje no es un instrumento que vendría a dar ‘expresión’ a una idea, a un concepto, a algún significado previo. Los significados, las ideas, son generados, producidos, por el lenguaje”. Más aún: proseguiríamos diciendo que el hombre, más actuado que actor, “habita el lenguaje… sin comprender las determinaciones que lo rigen”. Esto significaría que, lejos de la concepción según la cual son los significados los que producen el sentido del discurso, es el lenguaje el que produce el significado. Nótese que no se plantea esto con algún tipo de condicionalidad, ni se lo relativiza. Los significados (todos) son producidos por el lenguaje. Y tal vez sea a este eje temático hacia donde más apunta el nuevo libro de Rodrigo Petronio, Pedra de Luz (A Girafa Editora Ltda., setiembre 2005), en el que se afirma el estar siempre frente a la palabra que no calla ni debajo de las hierbas/ palabra semen palabra proceso palabra voracidad palabra universo/ que en si misma escenifica las fases infinitas de la metamorfosis infinita de Eros. Semejante furia generativa recuerda que si bien es cierto que el lenguaje es una casa, el poema, como explosiva condensación semiológica, nos revela de manera más explícita las múltiples puertas de esa casa, donde las entradas y las salidas se esconden tras el velo del azar y lo arbitrario. Dicho de otro modo: se le confiere a esta discursividad un contenido que evidentemente raya en lo lúdico, en cuanto muestra una cantidad de indicios para arribar a una comprensión que siempre será elusiva como ese rastro./ Esas huellas galvanizadas./ Esos pasos que ensucian la aurora/ con la trampa de las palabras que falsean su propia pista. Semejante estrategia se desprende, evidentemente, de la búsqueda de un significado o sentido último (que sería la verdad del texto) y, como el propio placer, termina autodefiniéndose. Esto se explica, pues la lírica de Petronio, como escritura, es el lenguaje que habla por sí mismo y en cuanto es equiparado a Eros o a lo erótico en sí, es lo somático en su propio Ser. Es una intensidad asediable; una lingüística amorosa que, repitiéndose, se autodefine desde lo no verbalizable. Si la presencia del Eros en cualquier instancia es una representación, y la representación del impulso erótico constituye la retórica del cuerpo, será difícil olvidar que los movimientos corporales buscan convencer a la otredad, para restituir la mismidad. En la alquímica de la escritura en cuanto erotismo, se persigue la recomposición del rebis, de aquella cosa doble que es otredad mismificada: el sí mismo de lo que es otra cosa para que la belleza del mundo no nos hiera. A partir de ese momento sólo se puede dar nombres nuevos a nuestros escombros./ Para que pueda iluminar la muerte, que nos insufla y nos destila.
Curiosa asociación la que se plantea en estos versos: Eros y Thanatos tienen naturalezas intercambiables. O sea, el apoderamiento de la satisfacción que el trazo abriente otorga en su decir es el instante de la plenitud agónica de lo mentado. Sin embargo, esa apoteosis apocalíptica adelanta la eventualidad de un renacimiento permanente, haciendo que la mencionada retórica del cuerpo -trasladada a la página del libro- se vuelva también mesiánica. Partiendo de este presupuesto, no sería forzado ver traslaticiamente en ese punto cómo el ocaso del sujeto creador en Petronio libera al 'otro' autor y fortalece al lector. Según Geoffrey Bennington, “todo destinatario determinado y, por tanto, todo acto de lectura se encuentra afectado por la misma 'muerte`: por consiguiente, se deduce que todo refrendo espera a 'otros', de forma indefinida, que la lectura no tiene fin, está siempre por venir, como labor del 'otro'; un texto no encuentra jamás su reposo en la unidad y el sentido finalmente re-encontrado”. Hablando borgeanamente, Pierre Menard podemos ser todos los lectores del Quijote pero también contextualmente todos sus escritores. El nacimiento de uno de ellos habilita su muerte y viceversa. Y en Petronio hay diversos ejemplos que se pueden mencionar sobre su referencia más o menos explícita (e implícita) a la debilidad del sujeto creador (o directamente a su 'muerte'): Yo que presido el ritual de la sangre/ sólo amo el canto que estrangula a su cantor, o sino el poema Eco en el que el autor confiesa que Muchos y muchos yoes se desprenden de mis pliegues./ Cuanto más quiero encontrarme más y más me pierdo en el acaso…/ En cuanto toco me evado y todo lo que amo olvido./ En cuanto me anulo ardo y sólo lo que mato poseo./ La vida es aquello que exhala la carne en la cual perezco. La máquina de la muerte opera como máquina lingüística, estableciéndose así una instancia discursiva en que el autor, en tanto supuesto uno, es un hacerse en el acto: o sea, la experiencia de esa función desliza al texto y a ese uno que se escribe, donde la idea original -si es que existió- cede terreno al horizonte de expectativas del trazo formal del soporte. De allí que el lenguaje se vuelva esa deriva, manifestada en la fisicalidad de un cuerpo que rompe con sus barreras para avanzar en el territorio de algo más estrictamente metafísico. La necesidad que se impone en ese gesto autoinmolatorio refiere siempre un desborde ascensional que busca el desasimiento de toda exterioridad alusiva, la desintegración del hablante lírico en su propia escritura que le supone precisamente un fin ni bien entre en esa posterior integración en el macrotexto como idealidad trascendente donde cabe la unicidad de lo múltiple. Aunque también es cierto que, con la muerte, en cuanto anclaje y escenografía del decir, la renuncia al habla se vuelve una continua y exhaustiva referencia a la imposibilidad de establecer preposiciones capaces de afirmar apriorísticamente la presentificación eternizada de los objetos o de nombrarlos. Es lo que, en términos teológicos, se da en llamar “apophasis”, un modo de discurso que, a partir del vaciamiento de los nombres, opera como escritura de su inteligibilidad y nominalidad vertiginosas (un buen ejemplo puede ser Heliopolis cuando afirma que Eres tú Innombrable, / viniendo de la resurrección de formas gastas,/ contorsionándote en las sombras que bajan frágiles sobre los cuerpos frágiles de los hombres en el parque,/ evaporación tenue de huellas y recuerdos grabados en un mobiliario viejo que nadie más usa./ Eres tú Indescifrable). Instaurar una grafía en el desdoblamiento de su propia suspensión en cuanto de-negación, en cuanto afirmación negativa de la existencia del texto como delineador de otredades, ya sean los dioses que hablan por mi boca o, más abarcadoramente, el ser que emerge de la nada al puro ser, lleva a que Petronio territorialice nuevas puntualizaciones en la dispersión de un movimiento. Tan corpuscular y ondulatorio como la luz misma.
Derrida, en La escritura y la diferencia, dirá que “el corazón de la luz es negro”, y se refiere al invencible vínculo entre metafísica y metáfora a partir de la significación que Platón le otorga al Sol en la alegoría de la caverna. Aquí la luz ya se desdobla: el sol metafórico (del conocimiento) es tanto el Sol sensible como el sol ultrasensible, invisible. El sol que vemos sensiblemente sale y se pone, se muestra y desaparece, en un momento está presente y en otra ausente; además de ello, se deja percibir por los hombres como una fuente de luz y de vida. Pero sólo sus efectos se ofrecen a la vista, no la fuente por la cual la mirada enceguece y que, literalmente, no es visible. Ausencia e invisibilidad ponen en marcha el desplazamiento metafórico, la duplicación de los soles, la remisión infinita de la metafísica, lo invisible detrás de lo visible, la ausencia detrás de la presencia, la metafísica detrás de la física. El Sol y la metáfora se unen en una cadena cuyos anillos son las innumerables variaciones metafísicas, y cuyo vínculo es la “remisión” misma, el más allá, el otro lado, el movimiento del trascender, la realidad verdadera que se oculta tras la realidad fenoménica; la verdad a la que la apariencia remite. El sol platónico es la verdad y el bien pero su corazón es negro porque no es visible al ojo, el que sin embargo recibe por entero su “virtud” que es, precisamente, la capacidad de ver. Y si vamos al caso, la metáfora -que con Platón adquiere su estatus filosófico- posee por supuesto una historia más antigua en el horizonte del pensamiento y de la mística religiosa. Un ejemplo sobre el cual recientemente se ha llamado la atención es el de la “piedra negra” perteneciente a la más antigua gnosis árabe. Estudiando el paradigma del templo en los orígenes de la cultura islámica, Corbin nos explica que la piedra negra corresponde a uno de los pilares angulares del templo de la Kaaba; tales piedras angulares poseen una compleja simbología, y fundamentalmente corresponden a otros tantos tipos de luz, cada uno de los cuales representa a un profeta (Abraham, Moisés, Jesús y Mahoma). La esquina iraquí de la piedra y de la luz negra es precisamente la de Mahoma y en ella, según la mística islámica de los sabeos de Harrán, se oculta el secreto mismo del templo. En ella se simboliza la relación entre mundo terreno y mundo superior, intelectivo; y el símbolo puede ser disuelto a través de un relato mítico que nos remonta al primer hombre. La piedra negra -narra el Imán a uno de sus discípulos- era en el origen el primero de los ángeles; él es quien se adelanta a la presencia de Dios para hacerse garante del pacto entre Dios mismo y Adán. Pero cuando Adán cometió traición y fue expulsado del Paraíso, Dios confirió al ángel la apariencia de una perla blanca, que arrojó sobre la tierra. Adán encuentra la perla resplandeciente, y el ángel se da a conocer y recuerda a Adán el pacto con Dios. Pero en ese punto Dios transforma a la radiante perla en una pesada piedra: Adán deberá cargarla a la espalda y efectuar con ese peso enorme un larguísimo viaje desde tierras de la India hasta Arabia. Ahora bien, el relato enseña que en el mundo terreno la perla no puede menos que asumir apariencias tenebrosas: será negra, pero poseerá el poder de suscitar el recuerdo del ángel y de Dios en la mente del hombre. Bajo el velo oscuro de la mundanidad, el hombre podrá descubrir la huella luminosa de la divina inteligencia. Pero observemos que la piedra no es vil, es una piedra preciosa. Destella rojos resplandores, emana luz; es una de las luces que rigen el universo, la más importante. Y sin embargo, su corazón es negro; en esa opacidad, el hombre podrá “recordar” otra luz, inaudita, que no es humana (o natural), y por eso no será visible. El tema derridiano de los dos soles, el inferior y el superior, parece subyacer en la arquitectura del título simbólico que encabeza el libro de Petronio: la luz negra, enmarcada dentro de esta sucesión de hechos en que la metáfora y la metafísica se alternan continuamente, corresponde a la ausencia, al desvanecerse, al eclipse de la luz natural, a su necesario remitir a otra luz que está detrás de la luz dejando su assinatura, según consta el texto dedicado a Dircéu Villa, o en el más que emblemático O lado escuro do sol. A partir de este momento, podemos entender que la luz negra es un elemento intermedio entre mundo e idealidad, el momento en que la verdad, para ser revelada, debe negarse a la visión, ocultarse, para poder tramar el universo bajo la luz candente cuando los girasoles despiertan…/ Estoy vivo porque habito el lado oscuro del sol y me sumerjo en el silencio azul de las piedras. Y porque la escena de escritura mantiene una claridad, una luminosidad paradójica que se alimenta, precisamente, allí donde debería apagarse.
Tal estructuración oximorónica es lo que caracteriza de un modo esencial a la experiencia literaria. La inquietud que invade Pedra de Luz es el anhelo por alcanzar el antes de la palabra, aún sabiendo que su tarea se asemeje a la de Sísifo. No la (palabra) flor, sino su opaco resplandor, su irrespirable perfume, el instante donde lo incesante se interrumpe con la irrupción del sentido porque por más que el sol negro recomponga toda esa flor/ al guión del néctar que en él circula,/ siempre resta un campo inaugural, intocado, /bajo el estremecimiento de los huesos del desierto. Es decir, para que los signos sustituyan a las cosas, para que en la voz resuene lo que ha desaparecido, el lenguaje ha de prescindir de todo -y, de manera eminente, de aquel que lo ha engendrado. En el nombre que trae las cosas al mundo late la disolución propia de la ausencia y el olvido: las palabras dan el ser pero lo dan invadiendo cada cosa con la nada misma del ser. Por el lenguaje, las cosas son constituidas en él y, en el mismo movimiento, restituidas a lo insignificante. Ahora bien, ¿cuál es el estatuto de esa cosa que vive de la desaparición, del constante escamoteo? No está más allá del mundo, pero tampoco se confunde con éste. No es lo mismo que la conciencia, pero difícilmente coincide con lo inconsciente. No es noche, y tampoco día. “Es”, dice Blanchot, “el lado del día que éste ha desechado para hacerse luz”, esa muerte en cuanto rigurosa imposibilidad de morir porque en el hueco de su grafización ramificada siempre cabe la presentificación del (o de lo) otro como una continuación: es la revelación de lo que toda revelación destruye. Ciertamente: Pedra de Luz pregunta por el ser pero en esa pregunta busca la luz del día donde el ser se (ex)tiende; y el ser, al igual que el día, sólo surge en el momento de su desaparición, se sumerge en la circularidad de los asedios inaprensibles como cuando digo seno. Digo huella. Para decir árbol./ Porque los vivo en las líneas de la lengua sin mapa./ Esa combustión de sílabas. Esa promesa./ De algo que sea algo más allá de una carne en conversación. Si el enclave escritural es una demarcación de ese entre, antes y por debajo de la luminosidad que instaura, Petronio buscará alcanzar -de un modo que llamaríamos titanista- esa parusía en el que chocan el silencio de las cosas y las palabras que viven precisamente de su extinción en cuanto cosas. No nos extrañe, entonces, que las diferentes texturas discursivas oculten la presencia del sentido, pero una presencia que delatará una intrusión rayana en lo inaccesible. Ante eso, sólo queda saber que el brillo del día reposa en un proceso de materialidad tangible, de densificación, como una escalera en marcha, un corredor que se despliega, o como los zapatos que olisquean los caminos surcados por los pies de los muertos.
Curiosa asociación la que se plantea en estos versos: Eros y Thanatos tienen naturalezas intercambiables. O sea, el apoderamiento de la satisfacción que el trazo abriente otorga en su decir es el instante de la plenitud agónica de lo mentado. Sin embargo, esa apoteosis apocalíptica adelanta la eventualidad de un renacimiento permanente, haciendo que la mencionada retórica del cuerpo -trasladada a la página del libro- se vuelva también mesiánica. Partiendo de este presupuesto, no sería forzado ver traslaticiamente en ese punto cómo el ocaso del sujeto creador en Petronio libera al 'otro' autor y fortalece al lector. Según Geoffrey Bennington, “todo destinatario determinado y, por tanto, todo acto de lectura se encuentra afectado por la misma 'muerte`: por consiguiente, se deduce que todo refrendo espera a 'otros', de forma indefinida, que la lectura no tiene fin, está siempre por venir, como labor del 'otro'; un texto no encuentra jamás su reposo en la unidad y el sentido finalmente re-encontrado”. Hablando borgeanamente, Pierre Menard podemos ser todos los lectores del Quijote pero también contextualmente todos sus escritores. El nacimiento de uno de ellos habilita su muerte y viceversa. Y en Petronio hay diversos ejemplos que se pueden mencionar sobre su referencia más o menos explícita (e implícita) a la debilidad del sujeto creador (o directamente a su 'muerte'): Yo que presido el ritual de la sangre/ sólo amo el canto que estrangula a su cantor, o sino el poema Eco en el que el autor confiesa que Muchos y muchos yoes se desprenden de mis pliegues./ Cuanto más quiero encontrarme más y más me pierdo en el acaso…/ En cuanto toco me evado y todo lo que amo olvido./ En cuanto me anulo ardo y sólo lo que mato poseo./ La vida es aquello que exhala la carne en la cual perezco. La máquina de la muerte opera como máquina lingüística, estableciéndose así una instancia discursiva en que el autor, en tanto supuesto uno, es un hacerse en el acto: o sea, la experiencia de esa función desliza al texto y a ese uno que se escribe, donde la idea original -si es que existió- cede terreno al horizonte de expectativas del trazo formal del soporte. De allí que el lenguaje se vuelva esa deriva, manifestada en la fisicalidad de un cuerpo que rompe con sus barreras para avanzar en el territorio de algo más estrictamente metafísico. La necesidad que se impone en ese gesto autoinmolatorio refiere siempre un desborde ascensional que busca el desasimiento de toda exterioridad alusiva, la desintegración del hablante lírico en su propia escritura que le supone precisamente un fin ni bien entre en esa posterior integración en el macrotexto como idealidad trascendente donde cabe la unicidad de lo múltiple. Aunque también es cierto que, con la muerte, en cuanto anclaje y escenografía del decir, la renuncia al habla se vuelve una continua y exhaustiva referencia a la imposibilidad de establecer preposiciones capaces de afirmar apriorísticamente la presentificación eternizada de los objetos o de nombrarlos. Es lo que, en términos teológicos, se da en llamar “apophasis”, un modo de discurso que, a partir del vaciamiento de los nombres, opera como escritura de su inteligibilidad y nominalidad vertiginosas (un buen ejemplo puede ser Heliopolis cuando afirma que Eres tú Innombrable, / viniendo de la resurrección de formas gastas,/ contorsionándote en las sombras que bajan frágiles sobre los cuerpos frágiles de los hombres en el parque,/ evaporación tenue de huellas y recuerdos grabados en un mobiliario viejo que nadie más usa./ Eres tú Indescifrable). Instaurar una grafía en el desdoblamiento de su propia suspensión en cuanto de-negación, en cuanto afirmación negativa de la existencia del texto como delineador de otredades, ya sean los dioses que hablan por mi boca o, más abarcadoramente, el ser que emerge de la nada al puro ser, lleva a que Petronio territorialice nuevas puntualizaciones en la dispersión de un movimiento. Tan corpuscular y ondulatorio como la luz misma.
Derrida, en La escritura y la diferencia, dirá que “el corazón de la luz es negro”, y se refiere al invencible vínculo entre metafísica y metáfora a partir de la significación que Platón le otorga al Sol en la alegoría de la caverna. Aquí la luz ya se desdobla: el sol metafórico (del conocimiento) es tanto el Sol sensible como el sol ultrasensible, invisible. El sol que vemos sensiblemente sale y se pone, se muestra y desaparece, en un momento está presente y en otra ausente; además de ello, se deja percibir por los hombres como una fuente de luz y de vida. Pero sólo sus efectos se ofrecen a la vista, no la fuente por la cual la mirada enceguece y que, literalmente, no es visible. Ausencia e invisibilidad ponen en marcha el desplazamiento metafórico, la duplicación de los soles, la remisión infinita de la metafísica, lo invisible detrás de lo visible, la ausencia detrás de la presencia, la metafísica detrás de la física. El Sol y la metáfora se unen en una cadena cuyos anillos son las innumerables variaciones metafísicas, y cuyo vínculo es la “remisión” misma, el más allá, el otro lado, el movimiento del trascender, la realidad verdadera que se oculta tras la realidad fenoménica; la verdad a la que la apariencia remite. El sol platónico es la verdad y el bien pero su corazón es negro porque no es visible al ojo, el que sin embargo recibe por entero su “virtud” que es, precisamente, la capacidad de ver. Y si vamos al caso, la metáfora -que con Platón adquiere su estatus filosófico- posee por supuesto una historia más antigua en el horizonte del pensamiento y de la mística religiosa. Un ejemplo sobre el cual recientemente se ha llamado la atención es el de la “piedra negra” perteneciente a la más antigua gnosis árabe. Estudiando el paradigma del templo en los orígenes de la cultura islámica, Corbin nos explica que la piedra negra corresponde a uno de los pilares angulares del templo de la Kaaba; tales piedras angulares poseen una compleja simbología, y fundamentalmente corresponden a otros tantos tipos de luz, cada uno de los cuales representa a un profeta (Abraham, Moisés, Jesús y Mahoma). La esquina iraquí de la piedra y de la luz negra es precisamente la de Mahoma y en ella, según la mística islámica de los sabeos de Harrán, se oculta el secreto mismo del templo. En ella se simboliza la relación entre mundo terreno y mundo superior, intelectivo; y el símbolo puede ser disuelto a través de un relato mítico que nos remonta al primer hombre. La piedra negra -narra el Imán a uno de sus discípulos- era en el origen el primero de los ángeles; él es quien se adelanta a la presencia de Dios para hacerse garante del pacto entre Dios mismo y Adán. Pero cuando Adán cometió traición y fue expulsado del Paraíso, Dios confirió al ángel la apariencia de una perla blanca, que arrojó sobre la tierra. Adán encuentra la perla resplandeciente, y el ángel se da a conocer y recuerda a Adán el pacto con Dios. Pero en ese punto Dios transforma a la radiante perla en una pesada piedra: Adán deberá cargarla a la espalda y efectuar con ese peso enorme un larguísimo viaje desde tierras de la India hasta Arabia. Ahora bien, el relato enseña que en el mundo terreno la perla no puede menos que asumir apariencias tenebrosas: será negra, pero poseerá el poder de suscitar el recuerdo del ángel y de Dios en la mente del hombre. Bajo el velo oscuro de la mundanidad, el hombre podrá descubrir la huella luminosa de la divina inteligencia. Pero observemos que la piedra no es vil, es una piedra preciosa. Destella rojos resplandores, emana luz; es una de las luces que rigen el universo, la más importante. Y sin embargo, su corazón es negro; en esa opacidad, el hombre podrá “recordar” otra luz, inaudita, que no es humana (o natural), y por eso no será visible. El tema derridiano de los dos soles, el inferior y el superior, parece subyacer en la arquitectura del título simbólico que encabeza el libro de Petronio: la luz negra, enmarcada dentro de esta sucesión de hechos en que la metáfora y la metafísica se alternan continuamente, corresponde a la ausencia, al desvanecerse, al eclipse de la luz natural, a su necesario remitir a otra luz que está detrás de la luz dejando su assinatura, según consta el texto dedicado a Dircéu Villa, o en el más que emblemático O lado escuro do sol. A partir de este momento, podemos entender que la luz negra es un elemento intermedio entre mundo e idealidad, el momento en que la verdad, para ser revelada, debe negarse a la visión, ocultarse, para poder tramar el universo bajo la luz candente cuando los girasoles despiertan…/ Estoy vivo porque habito el lado oscuro del sol y me sumerjo en el silencio azul de las piedras. Y porque la escena de escritura mantiene una claridad, una luminosidad paradójica que se alimenta, precisamente, allí donde debería apagarse.
Tal estructuración oximorónica es lo que caracteriza de un modo esencial a la experiencia literaria. La inquietud que invade Pedra de Luz es el anhelo por alcanzar el antes de la palabra, aún sabiendo que su tarea se asemeje a la de Sísifo. No la (palabra) flor, sino su opaco resplandor, su irrespirable perfume, el instante donde lo incesante se interrumpe con la irrupción del sentido porque por más que el sol negro recomponga toda esa flor/ al guión del néctar que en él circula,/ siempre resta un campo inaugural, intocado, /bajo el estremecimiento de los huesos del desierto. Es decir, para que los signos sustituyan a las cosas, para que en la voz resuene lo que ha desaparecido, el lenguaje ha de prescindir de todo -y, de manera eminente, de aquel que lo ha engendrado. En el nombre que trae las cosas al mundo late la disolución propia de la ausencia y el olvido: las palabras dan el ser pero lo dan invadiendo cada cosa con la nada misma del ser. Por el lenguaje, las cosas son constituidas en él y, en el mismo movimiento, restituidas a lo insignificante. Ahora bien, ¿cuál es el estatuto de esa cosa que vive de la desaparición, del constante escamoteo? No está más allá del mundo, pero tampoco se confunde con éste. No es lo mismo que la conciencia, pero difícilmente coincide con lo inconsciente. No es noche, y tampoco día. “Es”, dice Blanchot, “el lado del día que éste ha desechado para hacerse luz”, esa muerte en cuanto rigurosa imposibilidad de morir porque en el hueco de su grafización ramificada siempre cabe la presentificación del (o de lo) otro como una continuación: es la revelación de lo que toda revelación destruye. Ciertamente: Pedra de Luz pregunta por el ser pero en esa pregunta busca la luz del día donde el ser se (ex)tiende; y el ser, al igual que el día, sólo surge en el momento de su desaparición, se sumerge en la circularidad de los asedios inaprensibles como cuando digo seno. Digo huella. Para decir árbol./ Porque los vivo en las líneas de la lengua sin mapa./ Esa combustión de sílabas. Esa promesa./ De algo que sea algo más allá de una carne en conversación. Si el enclave escritural es una demarcación de ese entre, antes y por debajo de la luminosidad que instaura, Petronio buscará alcanzar -de un modo que llamaríamos titanista- esa parusía en el que chocan el silencio de las cosas y las palabras que viven precisamente de su extinción en cuanto cosas. No nos extrañe, entonces, que las diferentes texturas discursivas oculten la presencia del sentido, pero una presencia que delatará una intrusión rayana en lo inaccesible. Ante eso, sólo queda saber que el brillo del día reposa en un proceso de materialidad tangible, de densificación, como una escalera en marcha, un corredor que se despliega, o como los zapatos que olisquean los caminos surcados por los pies de los muertos.